La banda sonora de mi vida – Capítulo I

Corría el año 1977. El país empezaba con esto de la democracia, aunque en un pequeño pueblo como La Roca, que es donde yo vivía (bueno, vivía y vivo aún, de hecho; siempre he vivido aquí), en ese momento, no sé si se había notado mucho. Bueno sí, en la escuela ya no nos hacían cantar el “Caralsol” al entrar por la mañana, pero pocas cosas más habían cambiado a mi alrededor, o esa era la sensación que tenía entonces. Pero, de repente, en ese mes de junio de 1977 cambió mi vida radicalmente. Yo tenía solo 12 años, y en ese momento la música me importaba relativamente poco. En mi casa, mis padres, solían escuchar en un destartalado radiocasete sardanes y canciones de insufribles cantautores catalanes o franceses, a los cuales más que prestar atención, odiaba con todas mis fuerzas. Solo se salvaban esos primeros k7’s de La Trinca (etapa pre-punk que yo digo) que con sus letras graciosas e irónicas me hacían reír de lo lindo. Esa fue mi primera influencia musical Mort de Gana (1973), Opus 10 (1976) y Trempera Matinera (1977), tres discazos que creo que marcaron el carácter rebelde y alegre de mi juventud y que recomiendo con fervor a cualquier persona humana.

Bueno, a lo que íbamos. El mes de junio de 1977 cambió mi vida, bueno cambió, como mínimo empecé a interesarme de una manera especial y obsesiva por el maravilloso mundo del “rock”. Esa tarde de verano, después de jugar con los amigos un buen rato a “sacacorners” en el solar de Les Orenetes (hoy en día, por desgracia, ocupado por un enorme bloque de pisos y una pequeña plaza dura), todos sudados y sedientos por el esfuerzo, fuimos a casa del Fenfi, que vivía enfrente, a beber un poco de agua (las Coca-Colas y todos esos refrescos que beben hoy en día los niños a todas horas, solo estaban a nuestro alcance en momentos especiales). Al entrar en su casa, me quedé boquiabierto. Su hermano mayor, que tendría en ese momento unos 18 años, y que era entonces conocido en el pueblo por ejercer de camello y suministrar hachís a todos los aprendices de rockeros, progres y pseudo hippies del momento, estaba escuchando a todo volumen unas infernales melodías rockeras que yo no había oído en mi vida, pero que me parecieron los mejores sonidos y acordes que mi pequeño cerebro había oído hasta ese momento. Tenía puesto en el tocadiscos “Sweet Jane” de Lou Reed, del disco en directo Rock ’n’ Roll Animal (1974). Una joya de disco aún hoy en día. Mientras el dueño de la casa y los demás colegas ansiaban por volver al solar para continuar chutando la pelota, yo lo que quería era escuchar esa maravilla que acababa de descubrir. Tanto la presión de mis amigos, como la mirada de “piérdete ya, niñato” del camello, hicieron que no tuviera más remedio que volver al solar a empalmar centros, eso sí, con una melodía y un estribillo en la cabeza, que me hizo replantear muchas cosas de mi vida, teniendo en cuenta lo que se puede llagar a replantear un mocoso de 12 años.

Sin ir más lejos, esa misma noche, al llegar a casa, fui directo a ver a mi abuela Vicenta. Una señora encantadora y muy buena, a la que nunca podré agradecer lo suficiente todo lo que hizo por mí en esta vida. Si alguien que lee esto vino a tocar alguna vez a La Nau de La Roca, que sepa, que las cenas que ofrecíamos a los grupos y que tanto éxito tenían, las hacía ella. Pues eso, resulta que la iaia Vicenta me había prometido que si aprobaba 7º de E.G.B. sin ningún suspenso, me regalaría esa ansiada bicicleta. Esto de la bicicleta siempre ha sido un trauma infantil para mí, pues todos los niños tenían su bicicleta menos yo, que tenía que ir siempre con la famosa cantinela de “¿Me dejas dar una vuelta?”. Es que en casa éramos pobres. Cuatro hermanos y solo trabajaba mi padre, en un taller de tubos de hierro, donde ganaba lo justo para ir tirando. Pocas Coca-Colas entraron en mi casa, porque pocos momentos especiales y de celebración teníamos. Yo soy el hermano mayor, los otros tres son todos bastante más pequeños que yo; en ese momento ellos tenían 7, 5 y 2 años. En fin, que la bicicleta no llegaba nunca a mi casa, ni en mi cumpleaños, ni en Navidad, ni en Reyes (los Reyes casi pasaban de largo siempre los muy cabrones, supongo que por eso siempre hemos sido una familia republicana convencida). Cuando tuve a la iaia Vicenta delante y le dije que ya no quería una bicicleta, que lo que quería era un tocadiscos, tuve la sensación de que mi abuela pensaba que me había vuelto loco. Puso una cara de “¿A ti te pasa algo grave, niño?”. Eso o que no le hacía ninguna gracia que su nieto se interesase por la música. Y la verdad era esa, no le gustaba nada que su nieto, después de más de seis años pidiendo como un loco una bicicleta, ahora cambiase de opinión y quisiera tener un tocadiscos (!!!). «¿No te sirve la radio de tus padres?», me preguntó. «No», contesté rotundo, «Yo quiero un tocadiscos para escuchar música rock». Estuvo unos días preocupada, y cada vez que nos encontrábamos (más de diez veces al día) me repetía “¿Estás seguro?”. «¡¡¡Sí, iaia, si!!!». Al cabo de unos pocos años entendí un poco su preocupación. Resulta que su suegro, es decir, el padre de mi abuelo Badó, era conocido en el pueblo por En Met del Flaviol (en castellano, sería algo así como El Jaimito de la Flauta), un hombre muy alegre, que bebía bastante y que cuando iba piripí se tumbaba en el cruce de la carretera de Granollers, frente al Bar Parquero, a tocar la flauta. Hoy en día no duraría más de treinta segundos en ser atropellado por un camión, una furgoneta o algún vehículo tuneado de estos sin el más mínimo gusto ni sentido del ridículo, o sin que una patrulla de los Mossos d’Esquadra se lo llevara a la comisaría por desorden público o por vulneración de la Ordenanza Municipal de convivencia ciudadana. Qué cabrones, el país de la pandereta se está europeizando (en lo que les interesa, claro está), vaya mierda. Fue una pena que yo no conociera a mi bisabuelo, en Met del Flaviol; la cirrosis pudo con él antes de que yo naciera, pero supongo que la vena musical, artística y, porqué no decirlo, de juerga y alegría, me deben venir un poco de él también.

Desde aquel día hice todo lo posible por entrar cada día a casa de mi amigo Fenfi, con las mil excusas de ir a beber agua, irle a buscar para jugar o ayudarle con los deberes. Esto me permitió tener la confianza de su hermano camello y poder empezar a escuchar otros discos de rock mientras esperaba el veintipico de junio para recibir las notas y como no, el 14 de julio, día de mi cumpleaños, del nacimiento de Durruti y de la Revolución Francesa (¿alguna connotación en mi carácter también?), para ir con la abuela a Can Munda a comprar el tocadiscos. A los pocos días tuve la suerte de escuchar otro disco que me pareció impresionante, Led Zeppelin II (1969), otro día flipé con el Made in Japan (1972) de los Deep Purple, donde aparece el único tema de más de cuatro minutos que aún hoy día puedo continuar escuchando, “Highway Star”. Cada día descubría a cosas nuevas, Live! (1975) de Bob Marley, con un “No Woman, No Cry” que me ponía los pelos de punta, allí descubrí a los Stones (si, los Rollings de toda la vida), con esos discazos “Get Yer Ya-Ya’s Out”, “Some Girls” ”Black and Blue” o “Love you Live”. Yo quería ser como ellos, quería descubrir nuevos músicos, nuevas historias, nuevas maneras de entender la vida. Quería ser lo que nunca he llegado a ser, una estrella del rock. Quería que llegara el 14 de julio pronto, pues ahora ya sabía que había aprobado el curso y tenía a la abuela Vicenta convencida del todo, convencida o resignada, en fin, en ese momento no me importaba demasiado lo que pensase, solo quería su dinero.

Y por fin llegó el gran día. 14 de julio de 1977. Lo recuerdo como si fuera ahora. Abuela y nieto nos dirigimos a Can Munda para comprar el tocata, la tienda de electrodomésticos de toda la vida de La Roca, ahora llamada Electrodomésticos Clascà, concesionario Expert, es lo que hablábamos antes de Europa. El capital a invertir por la abuela no era mucho, así que salí de Can Munda con un tocata de estos portátiles, tipo maleta, que la tapa era lo que se utilizaba de bafle, de color amarillo chillón, más contento que unas pascuas. Por cierto, en la tienda tenían algunos discos para vender. El Munda padre me dijo que cogiese el LP que quisiera, que me lo regalaba. No habría más de 30 discos. Me puse a mirar y lo más “rockero” que encontré fue un LP de una banda llamada Camel, el disco era el Moonmadness (1976), que resultó ser una mierda de estas de rock sinfónico, que por suerte, no hizo desfallecer mi inicial adicción al rock, la cual cosa habría sido lo más normal en un principiante como yo, teniendo en cuenta lo aburrido y soso que es este disco, bueno, este disco y el 99% de lo que llaman rock sinfónico. Pero, por suerte divina y también gracias a la abuela Vicenta, ella siempre tan previsora y espléndida, que me dijo que escogiese un single de los que había en la caja de al lado, que también lo pagaba ella, estuve durante los próximos 10 días escuchando a Suzy Quatro y su hit “Stumblin’ In”, por lo que no tuve que martirizarme con los putos Camel y su rock sinfónico de medio pelo. Que también tiene tela que el primer disco de mi propiedad fuese a parar directamente a la estantería de los olvidados, habiendo sido escuchado una sola vez con toda la desilusión de este mundo, lo cual creo dice mucho sobre esta banda. Alguna vez anteriormente había pensado sobre ello y incluso he estado tentado de volver a oír ese disco, pero no, continua castigado en la estantería y espero continúe allí encerrado por muchos años, como una cadena perpetua musical, como si esta decisión mía de no sacarlo de allí fuese como una contienda universal contra la música mierdosa, como si mi actuación de tenerlo allí castigado protegiese a los maltrechos oídos de la población mundial. Por desgracia, necesitaría 25 cortingleses como mínimo, todos llenos de discos basura, para proteger a la población de sonidos y canciones patéticas. Lo siento amigos, pero creo que he llegado tarde a tan ardua misión.

Con lo que pude recoger de dinero de mi cumpleaños por parte de mis padres y un pequeño trabajillo que hice durante una semana a finales de julio, repartiendo cartas para La Caixa (sí, los cabritos cogían a chavales y nos daban una peseta por carta repartida, cuando en Correos un sello para el mismo municipio valía 2 pesetas, no me lo hagáis traspasar a euros que me pierdo), me agencié con unas 2.500 o 3.000 pesetas. Un sábado por la mañana de gloria de finales de julio, me puse a hacer autoestop dirección Granollers. Antes era habitual hacer autoestop para ahorrarte la pasta del autobús. Hoy en día, los papis llevamos a nuestros hijos a todos lados. Burros que somos. Llego a Radio Aragonés, era la primera vez en mi vida que entraba a comprar discos a una tienda. Como un poseso empiezo a mirar discos, como si mirase piedras preciosas o tías en bolas (en esa época también empecé a interesarme por las mujeres). Por supuesto, había un disco que tenía que comprar a toda costa, el Rock ’N’ roll Animal de Lou Reed. Y claro, empecé a mirar por la letra L. No estaba. Que desilusión. Pregunto al dependiente (un chaval de unos 16 o 17 años, que tiempo más tarde vi actuar en un festival de rock comarcal como cantante de una banda llamada El Sueño de Nemo o un nombre parecido, que pretendían imitar a The Cure pero sin estar curados del todo) y me dice que mire en la R. Y allí estaba el disco del señor Reed. Majestuoso. Imponente. Lo cojo y veo que en la portada hay como un sello que pone “¡¡¡Con la versión original de Heroin”. Ostias!!! El camello me había explicado que el disco que él tenía era una edición censurada en España, en la que habían cambiado el tema “Heroin” por tres temas del disco que más tarde apareció en España bajo el titulo de “Live”. Tenía entre las manos algo que mi ídolo musical hasta ese momento no tenía. ¡¡¡Estaba más contento que un ocho!!! Por cierto, la versión guiri original del Rock ’N’ Roll Animal era un disco doble, que aquí, como ya he dicho, apareció luego en dos discos. Aparte de este disco pude comprar ese mismo día el “Physical Graffiti” de los Led Zeppelin, que era un doble LP, ese que se ve un edificio con sus ventanas (si vais a New York, aún se pueden ver en el 98 de Sant Mark’s Place en el East Village) y el “Made in Europe” de los Deep Purple. Con lo poco que me sobró me dio para pillarme un single de los Dire Straits, el “Sultans of Swing”, un tema que en ese momento me pareció bonito y que ahora, después de haberlo escuchado los últimos 43 años millones de veces, y no precisamente en mi tocadiscos, me hago cruces de no haberme guardado las 150 o 200 pesetas en el bolsillo para una próxima compra. Pecados de juventud. Esos discos, evidentemente, los devoré con pasión durante todo el verano.

Y así empezó mi primera relación con la música rock. En sucesivos capítulos, si es que los hay, espero que sí, seguiré explicando mi vida relacionada con la música que he escuchado en cada momento. Espero no haberos aburrido mucho con mi historia, pero me gustaría que supierais que ese verano también conseguí una bicicleta. Supongo que el diablillo que me proporcionó Lou Reed y sus secuaces, hizo que un día, cansado de ir siempre a pie, me fuera a Cardedeu, el pueblo vecino, con un colega del cole, que por cierto años más tarde llegó a ser batería con Loquillo y Los Trogloditas, y aprovechando el despiste del repartidor de pan, le tomé prestada su BH, que evidentemente pinté de color naranja, le quité los guardabarros y el cesto, con el mismo mal gusto que hoy en día tunean los coches los makinetos. En fin, que 1977 fue un buen año para mi, me inicié en los destinos del ruakanrol y conseguí mi primera bicicleta, y eso que aún no conocía el punk, pero eso, como ya os he dicho, os lo explicaré en otra ocasión.